Continué con la rutina diaria, pero la felicidad me había invadido. Era un gusto especial, un gusto extraño que simplemente surgía y me hacía sonreir de manera algo estúpida, pero no lo suficiente para no ser comprendida dentro del rango común de la gente, a cuyo cierto porcentaje pertenecía.
Preparé una taza caliente y una tostada. De esta forma se mantiene el calor necesario dentro, pues el alma no debe congelarse. La ducha fue de rapidez higiénica y de lentitud termal: en ese día no era tan necesaria la primera.
Salí temprano y disfrute cada paso, cada hoja ya no crujiente por la humedad, cada ola artificial que barría naturalmente la calle. El día era favorito, por lo que las clases fueron más una justificación. Aún no me explicaba por qué me sentía así. Era diferente al gusto común, lo sentía.
Pero no fue que lo asimilé hasta que volvía a mi casa. El cielo fluía acariciándome, y con mi andar pingüinos habitaron mi rostro expuesto, sonriente. En ese momento fue cuando crucé trayectorias con algo, o alguien. Lo que sea que haya sido, algo ocurrió. Era como si la naturaleza de las cosas rigieran sus leyes, rigieran su vida, totalmente contrario al común de los mortales.
Él notó mi sensibilidad con aquel día, y yo noté cómo me atravesó con la mirada, sin yo mirarlo, y conjuntamente atravesó cada vibración, cada trascendencia, derribando el muro de gotas que nos separaba...
Lo había entendido finalmente: en ese instante fui agua, hielo y vapor a la vez.