lunes, 8 de noviembre de 2010

De lo gris y lo sólido

Cientos de años habían pasado. Quizás miles. No importaba realmente, lo que importaba es que seguían ahí, firmes dando la cara a la avalancha de segundos. Firmes, frente a la tormenta de arena de su reloj.

Cuando fueron creados nunca nadie pensó en la inmortalidad de las obras. Fueron creados en tiempos presurosos, donde la necesidad del momento no daba cabida a lo trascendente, donde la vorágine histórica había logrado consumir los últimos retoños de salvación. No salvación de algo, sino aquella salvación que viene de uno mismo. De nosotros mismos.

Pocos vestigios quedaban del esplendor que alguna vez tuvieron. En épocas remotas eran grandes obras, principales ejes del desarrollo y llaves del progreso, mas como suele suceder cada ciertos eones, esos mismos procesos se encargan de autodestruirse.

Tarde o temprano serían devastados en su totalidad. Aquellos verdaderos bosques, como selva a la cual se le ha quitado todo lo orgánico. Serían devastados, poco a poco por las arenas de los milenios, volviendo a ser lo que alguna vez fueron, aquel polvo del cual fueron extraídos y eregidos. Aquella tierra de la que fueron exiliados y obligaron inevitablemente a asesinar, con todo su contenido.

Mas los creadores nunca suelen pensar en la inmortalidad de sus obras.



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