jueves, 24 de marzo de 2011

Inflorescencia

Perdido en el caos, se estremeció por algunos segundos.
Aquellos parajes los recordaba de tiempos pasados, una memoria que volvía solo en esos instantes.
Le siguió un impulso extraño, algo así como el pequeño empujón que se dan las rocas en su juego con la gravedad.
Colores, colores. La percepción visual descrita es máxima en tales palabras. Y luz, mucha luz, pero no lo suficiente para empañar los colores.
Era la justa medida de lo visual, de lo que la retina capta a través del globo ocular. ¿Cuántos infinitos colores son aquellos que no somos capaces de ver?
A continuación desbordó el sonido. Aquella marea de partituras entrelazadas, incoherentes pero a tal unísono que cualquier orden parecería desorden.
Los nervios sobre la piel se retraían al sentir tanto, como si pudieses extirpar esa capa externa y hacerla una pelota, que sería tan grande y tan llena de caricias y golpes, quemaduras y pinchazos que volvería loco a tu cerebro si la tuvieras encima.
La lengua se hinchó como una gran babosa y explotó en una catástrofe de sangre, bañándolo todo en ese líquido que de a poco se volvía tornasol, pasando por un abanico completo de condimentos.
Finalmente el olfato. Simple, fresco, como la hierba y los árboles en la selva humedecidos por una plácida y calmada llovizna. Un respirar profundo y ahogado al compás de las pulsaciones iniciales.
Y tras la muerte, sentir.

Creative Commons License